FESTEJANDO EL RECUERDO DE OLIVER

Carmen es una mujer impresionante. El pasado viernes nos convocó a todos alrededor de una mesa con la intención de regalarnos el placer de la comida, la bebida y, sobre todo, la compañía y la charla.

Se había tintado el pelo de un naranja rojizo, como una declaración de principios, confiada en atraer y entregar vitalidad, incluso a través de estos pequeños gestos simbólicos. En ocasiones, cuando logramos cambios internos de relevancia, el efecto se expande como una onda hasta alcanzar la apariencia; a ojos vista de todos, a pesar de que, es en la invisibilidad de lo sutil en donde, como en una cabina de operaciones, se lleva a cabo la transformación.

Carmen siempre ha sido una mujer buena, en el fondo y en la forma. No hacía falta operar ningún cambio en ese sentido porque la bondad en constitutiva de su persona. La voluntad de cambio iba dirigida, en mejor sentido, a seguir manifestando esa bonhomía con la que ya cuenta, con ánimos renovados.

Hace casi un año que Oliver, su hijo, nos dejó y Carmen quiso ir cerrando “asuntos pendientes”, motivo por el que, hace unas semanas, se acercó a la vivienda a recordarnos que, uno de los asuntos a los que darle conclusión, era el de promover una comida en homenaje a Oliver, con el fin de celebrar la vida; tanto la mantenida por los comensales presentes, como la del recuerdo de quien marchó y pervive, así, en la memoria y en los brindis.

Le dijimos a Carmen que, en muchas ocasiones, pensamos que el mayor empeño de Oliver mientras estuvo con nosotros, fue intentar hacernos entender que, desde que empezó a vivir en ella, creció al arrullo de su voz y de las resonancias de su cuerpo de madre, a sabiendas de que no encontraría, al salir, una melodía que pudiera igualar esa belleza.

Le dimos las gracias por compartir su preciosa música con nosotros y darnos, junto al compás, el consuelo.

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