El arrebol es la luz rojiza que proyecta el sol sobre el suelo de las nubes momentos antes de apagarse todas y dejar entrar a la noche definitiva con sus frescuras y sus más evidentes opacidades. El arrebol es esa luz que señala apasionadamente el fin de la jornada y sus quehaceres. Anuncia que llega el momento del descanso, y pareciera que el día, no dispuesto a marchar sin lanzar sus ascuas al infinito, reivindicara así lo que le queda de vida, alegremente exaltado en su propia pulsión. El arrebol es ese momento incendiado del día que se sabe abocado a la extinción y no por ello aminora un ápice su ímpetu por decirse y declarar a los vientos del mundo que mereció la pena vivir; por muchos motivos, y, si me apuras, hasta podría decirse que merecería la vida, con todos sus atolladeros, sólo por culminarla en la plenitud de la belleza. Tanto vivido a bultos y sin razón, y, al final, como si fuéramos flores de fuego, bastan unos segundos de luz para que la cordura y la locura se reconozcan como reflejos de sus propios fogones, y se abracen, y se deban entre sí un amoroso respeto por ser la una para la otra, basculantes como lo son las sangres de los corazones fuertes.
Eso es el arrebol y su incendiario.